En un pueblo desolado al final del camino se encuentra una gema perdida desde hace siglos. Solo hay un problema: los únicos que recuerdan su paradero están todos muertos.
Pero hay algunos a quienes los dioses bendijeron con habilidades especiales, algunos para quienes la Muerte no es un obstáculo.
Alina y yo llegamos a Dabroya al atardecer. Nadie salió a recibirnos. Nadie se asomó a las ventanas o miró hacia el sendero al escuchar los cascos de nuestros caballos en la tierra seca del sendero. No lo hicieron porque no había nadie; las pocas casas en ruinas que había a la entrada del pueblo, con los techos y muros colapsados mucho tiempo atrás, eran mudos testigos de la muerte de aquel lugar. Apenas encontramos unos cuantos aldeanos en el camino hasta el templo, seres raquíticos de edad indeterminada que se mantuvieron a una distancia prudencial, quizás confundiendo nuestros hábitos negros con los de fantasmas que venían a llevarse los últimos resquicios de vida del sitio que llamaban hogar.
Mi compañera quería llegar al templo antes de que se hiciera de noche; no solo porque no tenía sentido buscar una posada en aquel lugar sino porque también nos estaban esperando, o al menos contábamos con ello. La Orden había enviado un emisario a Dabroya al menos treinta días atrás, por lo que debían saber que estábamos en camino.
Con la mente puesta en nuestro destino recorrimos las polvorientas calles del pueblo y pasamos por varias hileras de casas derruidas, una fuente de agua cubierta de hiedras y los restos de una muralla cuyas piedras habían sido arrancadas para levantar edificios que también se habían venido abajo en alguna de las muchas desgracias que habían caído sobre Dabroya en los últimos siglos. De hecho, lo único que parecía guardar una semblanza de vida era precisamente el lugar hacia el cual nos dirigíamos: el templo.
Y sin embargo, a pesar de que era la única edificación que no parecía haberse doblegado al paso del tiempo, el templo mayor de Dabroya (el más grande de aquella región al suroeste de la cordillera) tenía una presencia tan pesada y opresiva como la muerte que se había apoderado del pueblo. El sitio más alto con diferencia, sus paredes grises y desnudas se alzaban en una terquedad vertical que le hacían parecer un arma clavada en la miseria de aquellas tierras, un edificio sin ventana alguna en su fachada, con una gran puerta en forma de arco rodeada por bajorrelieves que tanto Alina como yo conocíamos de sobra porque los habíamos visto reproducidos en numerosos libros custodiados por la orden: un desfile de esqueletos vivientes que se abrazaban los unos a los otros en una danza de ultratumba alrededor de la única entrada del templo, un preámbulo de la muerte misma que a su vez simbolizaba la puerta a los dominios del patrón de aquel edificio y por lo tanto de aquellas tierras: Sharnel, el dios de las sombras, el señor del misterio y todo lo que se oculta al entendimiento del hombre.
Cuando llegamos al templo Alina fue la primera en bajar del caballo. Pensé que correría hasta la puerta, tan ansiosa que había estado por llegar, pero en vez de eso permaneció de pie en el mismo sitio, examinando el edificio de piedra y absorbiendo la atmósfera de desolación que aquel sitio traía consigo.
La puerta del templo se abrió y un hombre apareció en ella llevando en la mano una lámpara de aceite, quizás en previsión de las sombras que brotaban desde dentro del edificio.
一Hermano 一dijo Alina, llevándose una mano al pecho e inclinando la cabeza.
El hombre guardó silencio y posó sus ojos primero en mi compañera y luego en mí, que justo en ese momento bajaba de mi montura. Sin decir nada volvió a entrar al templo, dejando la puerta abierta tras de sí a modo de invitación.
一Hemos llegado 一dije一. Vamos, no les hagamos esperar.
Mi nombre era Jarek. He olvidado ya el lugar donde nací o cómo se llamaban mis padres, porque mi vida comenzó cuando pasé a formar parte de la Hermandad. El día en que recibí el anillo de manos del Gran Maestro Kamil, recibí también las esperanzas de todos para afrontar con éxito nuestra más dura prueba. Mientras ponía la joya en mi mano y observaba la piedra negra que la adornaba, pensé que aquella misión, por mucho que se produjese en nuestros momentos más oscuros, era el mayor honor de mi vida. Durante muchos años mis hermanos me llamaron Maestro, y muchos de ellos dijeron después que yo había sido el último líder de la Hermandad. Pero no era cierto; esta ya estaba muerta en el momento en que el anillo abandonó la mano de Kamil. Yo solo velé por su cadáver como el buen siervo que siempre fui. Tras abandonar la ciudadela partí con mis pocos seguidores hacia los mares del norte, y por tres días nos escondimos entre los pescadores del pueblo costero de Kosalin. Durante las noches, mientras mis hermanos tiritaban de frío y maldecían su suerte, yo observaba la piedra que adorna el anillo, miraba dentro de ella, intentaba entrañar sus misterios. Aquellas noches acababan siempre en lágrimas porque nunca conseguí que la piedra me revelara su Verdad. Era como si no se fiara de mi. Por eso lloré el día en que, postrado en mi lecho de muerte, la puse en las manos de mi sucesor, el joven hermano Dorian. No sé si alguna vez le habló a él. Quiero creer que no. Quiero creer que no me rechazó solo a mí.
A la luz de las últimas horas de la tarde, el templo parecía un ser viviente, un corazón pulsante de sombras y tenues destellos dorados. Las velas en el altar iluminaban la nave principal haciendo que las columnas dibujaran siluetas en las paredes y el techo. El hombre que nos había recibido caminaba delante de nosotros con la lámpara en la mano hacia una de las puertas laterales, al otro lado de la cual se escuchaba una multitud de murmullos y susurros ininteligibles. Alina no parecía perturbada por aquellos sonidos, ni siquiera había volteado a mirar la asombrosa obra de arte del retablo que había sobre el altar, en el que se apreciaba la figura del dios Sharnel en una de sus muchas representaciones: un esqueleto de tamaño sobrehumano con cuatro brazos abiertos que bendecían y a la vez advertían a aquel que se le interpusiera. Alrededor de esta figura, una espiral de huesos y cráneos otorgaba al icono una ilusión de movimiento producida sin duda por la luz de las velas, pero no por ello menos impresionante.
一¿Están todos aquí? 一preguntó Alina a nuestro anfitrión, quien respondió sin detenerse o darse la vuelta.
一Todos están aquí y nos esperan. Todo está preparado.
La puerta lateral conducía a una amplia escalera descendente. Era allí de donde venían los susurros. Nuestro guía hizo una pausa antes de poner pie en los escalones y dijo:
一Habéis llegado en medio de las festividades. Algunos de nuestros fieles están aquí, por favor no intentéis hablar con ellos.
Si teníamos dudas acerca de lo que quería decir, estas se disiparon una vez bajamos las escaleras hasta el sótano, un recinto de piedra y techos bajos, sin muebles, con pinturas al fresco de lo que a todas luces parecían escenas cotidianas de los tiempos más felices de Dabroya apenas iluminadas por decenas de velas ordenadas en el suelo y cerca de las paredes. Tal como había sospechado no estábamos solos; al menos dos docenas de hombres y mujeres se hallaban en aquella habitación desnuda, algunos de ellos tumbados en el suelo, otros apoyados de las paredes, algunos más deambulando en círculos por el centro de la habitación arrastrando los pies, todos ellos sin excepción con la mirada perdida, el rostro demacrado y los ojos entreabiertos, la boca en un gesto permanente de media palabra, dejando escapar un gemido constante como el de alguien que hubiese olvidado cómo hablar. Ninguno de ellos nos dirigió la palabra. A decir verdad, ni siquiera parecían haberse dado cuenta de nuestra presencia.
一¿Quién es esta gente? 一pregunté.
Nuestro anfitrión no contestó, y pronto vi por qué. En una de las esquinas de la habitación ardía un pequeño altar con un incienso de un olor muy sutil parecido al de unas flores de primavera, que llenaba el ambiente con un casi imperceptible humo de color rosa que parecía querer meterse en mi cerebro. Contuve la respiración a medida que avanzábamos hacia otra puerta, que conducía a un pasadizo descendente.
Al fondo de estas escaleras, una pesada puerta bloqueaba el camino. Nuestro guía sacó un juego de llaves.
一¿Está la niña aquí? 一preguntó Alina, quien no parecía haber sido afectada por el humo en lo más mínimo.
一Está aquí 一respondió el hombre, mientras introducía una llave de hierro en la cerradura一 Pero haríais bien en no llamarla “niña”. No creo que lo sea. Honestamente, no sé lo que es.
一Lo que sea da igual 一respondí一. Todos hemos venido aquí a hacer un trabajo. Si ella hace el suyo, nos daremos por satisfechos.
La puerta se abrió con un sonido similar al de un lamento. Una bocanada de aire frío surgió de ella y sopló sobre nosotros, llevándose temporalmente el olor del incienso que ardía a nuestras espaldas. Al otro lado solo había sombras.
一Ya estamos aquí 一dijo el guardián一. Seguidme.
Sin perder tiempo, entramos a las famosas catacumbas de Dambroya, donde estaba nuestro destino: el Gran Osario.
Mi nombre es… mi nombre era Dorian. Yo fui quien apretó la mano del maestro Yarek cuando cerró los ojos por última vez. Yo fui quien leyó las palabras sagradas cuando el resto de los hermanos envolvieron su cadáver y lo dejaron en las aguas del mar del norte. Yo fui quien llevó en sus manos la sortija con el Ópalo de Parsova que el Maestro me encargó. Yo fui quien condujo a mis hermanos a través del océano hacia lo que pensábamos sería nuestro nuevo hogar en las costas de Kepa. Y, sin embargo, una vez allí estaba claro que nuestros problemas no habían hecho sino empezar; el monasterio donde pensábamos refugiarnos era una ruina, y los aldeanos, que otrora habían sido aliados de la Hermandad, la habían ya olvidado tras años de invasiones, pestes y miseria. La mirada hambrienta de aquellos hombres y mujeres al ver nuestros finos ropajes y las arcas que llevábamos sin duda alguna avivaron planes insidiosos en sus corazones. Poco importaba que aquellos baúles estuviesen llenos en su mayoría de libros, reliquias y artefactos, nada que pudieran comer o vender. Nada de eso importaba. Éramos extranjeros ricos comparados con ellos, y eso selló nuestra ruina. En poco más de dos meses apareció muerto el primero de los nuestros, colgado de un árbol con señas de haber sido brutalmente golpeado. Ninguno de los lugareños se hizo responsable, pero con el tiempo su insolencia fue a más; pasos furtivos en la noche, ofrendas obscenas a nuestras puertas, insultos y maldiciones cuando nos veían pasar. Ninguno de nosotros consiguió ver las señas a tiempo, y pronto la muchedumbre se volcó sobre nuestro refugio en busca de su botín. El hermano Nikai, el más anciano de los nuestros, lloró con amarga rabia viendo como sus captores arrojaban los libros a las llamas, siglos y siglos de conocimiento esfumándose en la hoguera, volando como mariposas de cenizas. Cuando finalmente vinieron a por mí no hubo palabras que mediar. Poco les importó que yo fuera, en teoría al menos, ungido por el último gran Maestro de la Hermandad. Ni siquiera sabían lo que la Hermandad era, ni les hubiera importado. La hoja de un puñal en mi pecho fue lo único que me llevé por mis esfuerzos. En medio de los estertores de la muerte, lo último que vi fue la figura de un hombre raquítico y pelirrojo que arrancaba de mis dedos el anillo con la piedra negra que simbolizaba mi posición, aquella que solo yo conocía en el momento en que cerré los ojos para siempre.
Las descripciones que habíamos leído en las crónicas no le hacían justicia al Osario. Se trataba de una enorme bóveda en la cual doce columnas se erguían alrededor de un altar central, un recinto iluminado por la luz de cientos de velas dispuestas en aparente desorden, pero que debían haber sido mantenidas durante un tiempo inmensurable.
Todo el espacio, desde las paredes hasta el techo e incluso las propias columnas, estaba repleto de huesos; calaveras, tibias, fémures, pequeñas falanges, miembros enteros, cajas torácicas, incluso columnas vertebrales se apilaban en un caos de color blanquecino que, al reflejar la luz de las velas, hacía que aquel lugar pareciera estar más allá de la muerte, miles y miles de cadáveres que hacían de mudos testigos de generaciones enteras que habian vivido y muerto en las calles de Dambroya y sus pueblos cercanos, el último vestigio de la antigua época de gloria de aquella región. Incluso la desaparición de los monjes custodios del templo de Sharnel y las artísticas manos responsables de aquel portento no habían podido detener el indetenible flujo de la muerte que volcaba sus despojos en aquella catacumba, ya que montañas de huesos se apilaban en desorden junto a las paredes y las columnas.
En el centro de aquel recinto nos esperaban nuestros anfitriones. Tanto Alina como yo sabíamos quiénes eran, por lo que no hizo falta ninguna presentación. En el altar, sentadas en bancos de piedra alrededor de la losa de las ofrendas, se encontraban una mujer alta de pelo ensortijado y cuerpo cubierto de joyas y amuletos, y una pequeña niña rubia vestida de blanco. Una vez más cerca pudimos ver que no era totalmente rubia; dos mechones blancos como la nieve surcaban una cara demacrada, inusual para alguien tan joven. Las dos nos recibieron con una leve inclinación de la cabeza.
Fue Alina quien finalmente tomó la palabra:
一¿Está todo listo?
La mujer asintió. La niña se quedó mirando a Alina y puso las dos manos sobre el altar. Su acompañante la miró por unos segundos y después se dirigió a nosotros.
一Espero que sepáis lo que estáis haciendo 一dijo一. El poder de Danika conlleva un gran precio, no solo para vosotros sino también para ella; cada vez que entra en contacto con el reino de los espíritus, estos se llevan como tributo un año de su vida. Por eso solo accedemos a hacer esto en ocasiones muy especiales. Nos han asegurado que esta era una de ellas.
一Lo es 一respondió Alina一. Tenemos motivos para sospechar que en este osario se encuentran los restos de la última persona que tuvo en su poder el Ópalo de Parsova, la gema negra que designaba al líder de la hermandad, y que perdimos hace ya mucho tiempo. Sabéis tan bien como nosotros que es más que una piedra; tiene el poder de ver el futuro. Queremos que Danika contacte al espíritu que llevó dicha joya y que nos diga dónde podemos encontrarla.
La sola mención del Ópalo de Parsova pareció cambiar por completo los ánimos de los presentes, llenarnos a todos de una voluntad que contradecía el ambiente lúgubre de aquel recinto. A una señal de Danika los cinco nos sentamos alrededor del altar y juntamos nuestras manos. Las llamas de las velas parecieron bailar ante una brisa inexistente en el momento en que nuestras pieles se tocaron y el círculo se formó. La niña cerró los ojos y comenzó el ritual que nos había llevado hasta allí.
Mi nombre es Jiran, y yo tuve el anillo en mis manos. Ante mis ojos no era más que un objeto brillante que pensaba podría vender por unas cuantas monedas, pero cuando lo tuve en mis manos supe que aquella piedra era mucho más que otra de las posesiones de los hechiceros que pretendieron tomar mi pueblo. Por eso abandoné mi casa y tomé un bote hacia la costa, y una vez allí tomé el antiguo camino real de Berundia esperando alejarme lo más posible del caos que se había desatado en mi pueblo natal. Pero estaba equivocado; la guerra había llegado también allí. No era la misma guerra y al mismo tiempo lo era; campos desolados, casas muertas, cuerpos secándose al sol a los que ni siquiera los animales se acercaban. Un sentimiento de fatalidad se apoderaba de mí, como si supiera que aquello que me esperaba no podía ser bueno. Ahora sé que muy probablemente ese sentimiento tenía su origen en la piedra, pero en aquel momento no podía saberlo. Había robado el anillo, pero no el conocimiento acerca de lo que era. Fue tres días después, cuando llegué al cruce del camino real con uno de los senderos que cruzaban el bosque de Okopa, cuando me encontré con un grupo de guerreros. Sus ropajes andrajosos estaban hechos de piezas de diferentes armaduras, y marchaban armando un gran escándalo, como si intentaran llamar la atención de todos los demonios que según las leyendas habitaban aquellos parajes. Intenté esconderme de ellos pero al verme se lanzaron sobre mí y una lanza pronto me atravesó el pecho al tiempo que uno de ellos hacía una pregunta que nunca sería capaz de contestar.
一Abrimos las puertas a aquellos que desean entrar, aquellos que observan desde la sombra. En el nombre de nuestro señor Sharnel, revelad vuestra presencia. Seguid el rastro de este camino de huesos y de tinieblas, hasta lo más profundo del sagrado templo de Dabroya, donde reposan los restos de aquella que llevó en su mano la gema de Parsova, símbolo de la Hermandad. Llamo desde aquí a los espíritus de aquellos que la portaron antes, aquellos por quienes el poder de la piedra pasó, lo hayan sabido o no, para que nos indiquen el camino que hemos de seguir.
La voz de Danika era apenas un susurro en la penumbra, pero retumbaba en toda la cripta hasta el punto que parecía hacer cantar los miles, quizás millones de huesos que nos rodeaban. Alina apretó con fuerza mi mano mientras la niña seguía hablando, con los ojos cerrados y la cabeza ladeada, como si alguien o algo hablase junto a ella.
一Escucho la voz del gran maestro Jarek, quien recibió la gema de su señor y la llevó hasta el día de su muerte. Escucho la voz del hermano Dorian, quien la portó al otro lado del mar, hasta la isla en la que perdió la vida por la violencia de otros hombres. Escucho la voz de Jiran, que la arrancó de sus dedos moribundos y la portó sin saber lo que era hasta que la misma muerte que él había infligido se cobró su deuda en un camino solitario. Escucho muchas voces entrelazadas por el tiempo, mientras la gema pasó de mano en mano hasta que fue encontrada por guerreros que la entregaron como ofrenda a su señora, a…
De repente Danika guardó silencio. Al principio creí que se trataba de algún tipo de pausa dramática destinada a dar un mayor peso simbólico a su labor como intermediaria de los espíritus, pero pronto me di cuenta de que no era así; el aire alrededor de nosotros pareció tensarse, como si algo, alguna presencia enorme, más grande que todos nosotros hubiese llegado.
一Tú… 一dijo la niña, sin abrir los ojos一 …¿quién eres? Dínos tu nombre.
Mi nombre es Xiana. Nací en una tierra que ya no existe, en una época olvidada por todos los hombres de todas las naciones. Apenas era una niña cuando supe quién era mi padre, cuando descubrí el suplicio por el que pasó mi madre al ser entregada como ofrenda en una noche sin luna a la criatura de tinieblas que asolaba mi pueblo. Fue en aquel entonces cuando descubrí mi herencia y la fuerza de mi linaje y la usé para vengarme de aquellos que habían propiciado mi nacimiento. La sangre de mi verdadero padre impuso en mí un hambre por nuevos poderes, por nuevas muestras de aquel legado que me aguardaba. Por eso extendí mi influencia por estas tierras, por eso asolé el pueblo de Dabroya y pasé a todos los sacerdotes de Sharnel por el cadalso. Por eso envié a mis discípulos a todos los rincones de esta tierra en una oleada de destrucción que acrecentaría mi leyenda. Cuando uno de ellos me entregó el anillo con la piedra negra supe que había hecho lo correcto, porque aunque aquel hombre pensó que se trataba de un objeto bonito que regalar a su reina, yo pude intuir la fuerza que en ella habitaba, y tras hacer mío su poder vi aquello que me esperaba, vi la ruina de Dabroya y la conspiración de una orden de hechiceros en mi contra. Vi el alzamiento de los pocos habitantes de aquella tierra envenenada y vi mi propia muerte y el momento en que arrojaron mi cadáver al osario debajo del templo, negándome una tumba para que mis acólitos pudieran seguir adorándome en secreto después de la muerte. Ahora mi espíritu deambula entre las paredes de esta gigantesca tumba, esperando el momento en que la puerta se abra y pueda volver a ocupar el reino de los vivos y terminar la labor que empezara aquel día.
一¿Dónde está? 一preguntó Danika一 Reina bruja Xiana, ¿dónde está el Ópalo de Parsova? ¿Dónde ocultaste el anillo? Si puedes escucharme, te ordeno que indiques el lugar donde se encuentra la gema que deseamos.
Apenas terminó de pronunciar estas palabras, una ráfaga de viento pareció soplar desde las profundidades de la cripta, pero aunque las llamas de las velas bailaron durante unos segundos ninguna de ellas se apagó. Un ligero temblor sacudió la losa de piedra alrededor de la cual estábamos reunidos, y por un instante casi imperceptible mi mano quiso soltar la de Alina para irse hacia la daga que llevaba al cinto. Si no lo hice fue porque mi compañera me apretó con fuerza mientras su mirada se iba hacia una de las esquinas del recinto, donde una montaña de huesos pareció temblar súbitamente como si algo estuviese a punto de salir de debajo de ella.
O mejor dicho, eso fue exactamente lo que sucedió.
Todos contuvimos la respiración por un momento; Alina y yo, así como el guardián del templo y la mujer que cuidaba de Danika, todos escudriñamos la oscuridad fijando la vista en la osamenta que yacía abandonada en uno de los rincones de la cripta. Únicamente la niña continuaba en la misma posición, los ojos cerrados intentando canalizar a través de sí la voz y la voluntad de aquel poderoso espíritu que se abría camino hacia nosotros.
La cima de la montaña de huesos comenzó a derrumbarse como si se tratase de un pequeño volcán en erupción. Definitivamente algo intentaba abrirse paso. Alina se levantó poco a poco de su asiento, casi por instinto, sin soltarse de mi mano mientras una figura larga y blanca se alzaba sobre las demás en la osamenta que parecía haber cobrado vida de repente.
Era un brazo. El brazo de huesos separado del resto de un esqueleto, irguiéndose hacia arriba, la mano huesuda abierta, flexionando los dedos. Juro por todos los dioses que podía escuchar el crujir de aquellas vértebras que despertaban para enviar su mensaje de ultratumba a los allí presentes.
De repente el brazo se detuvo. La muñeca, o al menos lo que quedaba de ella, se dobló en un ángulo recto con un crujido seco que llegó hasta nosotros mientras los dedos parecían extenderse en un gesto inequívoco; aquella mano estaba señalando algo, un punto en el espacio oscuro y desierto del osario, un punto hacia el que nuestros ojos viajaron enseguida, uno de los murales en los que se veía la figura del dios Sharnel en su representación más conocida, la del inquietante forastero de hábito negro y rostro pálido. Aquella era la figura con la que se le conocía en el culto propiciado por la Hermandad, y todos lo reconocimos inmediatamente como la respuesta a nuestras plegarias.
Aquel muro era donde la reina bruja Xiana había ocultado el Ópalo de Parsova antes de morir.
Alina debe haber llegado a la misma conclusión que yo, porque justo en ese momento soltó mi mano para correr hacia el mural, causando el grito de horror de la hechicera que nos había recibido:
一¡No! 一dijo, extendiendo la mano一 ¡El círculo, no rompáis el círculo!
Fue como si algo hubiese estallado en medio de nuestra reunión: una fuerza de origen desconocido arrojó a todos los presentes al suelo, empezando por la joven Danika, que fue arrastrada por la habitación hasta que uno de los muros la detuvo con un golpe seco que calló sus gritos de forma inmediata. Su guardiana se retorcía de dolor en medio de la habitación a la vez que su mano intentaba sujetar el puñal que colgaba de su cinto. En cuanto al encargado del templo, la misma fuerza que había desmembrado nuestra conexión lo elevó por los aires como si se tratase de un muñeco de trapo y lo arrojó contra una de las columnas que sostenían el lugar. Aquel hombre cayó sobre el montón de huesos con un crujido que se escuchó en toda la sala.
Únicamente Alina parecía inmune al horror que se acababa de desatar. Y sin embargo permanecía inmóvil, la mirada fija en el mural, sus manos temblando como si fuese presa de una repentina fiebre. Yo, entretanto, había quedado paralizado. Desde el suelo observaba indefenso cómo mi compañera giraba lentamente su rostro hacia mí y fijaba sus ojos en los míos, unos ojos que ya no eran los suyos, unos ojos tan ajenos como la sonrisa que se apoderó de su rostro.
Aquellos eran los ojos de la reina bruja Xiana, que finalmente había conseguido colarse por la puerta que la traía de nuevo a nuestro mundo.
Hasta el día de hoy no sé por qué me dejó con vida. Quizás fue el hecho de que mi primer instinto no fuera atacarla, o quizás deseara dejar un testigo de su regreso, de la odisea que acababa de llevar a cabo y que ahora le permitía salir por su propio pie del sitio donde sus huesos habían ido a parar. El caso es que tras dedicarme aquella mirada me ignoró por completo y desapareció escaleras arriba, dejándome sumido en la penumbra hasta que la distancia que puso entre nosotros me permitió volver a moverme.
Fue entonces cuando mis ojos se posaron sobre la montaña de huesos y el brazo que había señalado hacia el mural.
No quieres saber mi nombre, créeme. Basta con saber que yo fui el último, y que hice todo lo posible para que el secreto de la piedra permaneciera conmigo hasta el día de mi muerte. Ahora veo que eso no será posible, porque siempre hay alguien que desea escuchar la voz silenciada de aquellos que ya no están. Yo fui el único que sobrevivió al regreso de la reina bruja, el día en que tomó el cuerpo de Alina y segó las vidas de aquellos que habían sido cómplices de su resurrección. Xiana había estado dispuesta a todo por ello, así que no cuesta mucho entender que no resultase ningún problema deshacerse del Ópalo de Parsova, una piedra que aunque poderosa ya había cumplido su función al mostrarle no solo su futuro sino la forma de volver al mundo de los vivos una vez lo hubiese abandonado. Cuando pude moverme, me levanté y lo primero que hice fue destruir el mural, golpeando la piedra con el primer objeto que encontré. Sin embargo, aquella era una pared como cualquier otra. ¿Era posible que Xiana hubiese mentido y que la piedra no estuviese allí? Mis conocimientos de nigromancia eran escasos, pero incluso yo sabía que si una cosa no pueden hacer los muertos es mentir. No, eso era privilegio de los vivos. Fue ya casi al amanecer cuando, agotado tras haber reducido aquella obra de arte a meros escombros, mis ojos volvieron a posarse sobre el brazo y su mano que continuaba apuntando hacia el muro, hacia mí ahora, como si quisiera hacerme conocedor de algo tan evidente que al principio descarté como una idea absurda. Y sin embargo… mis pasos me llevaron hasta el brazo que en un principio creí anónimo y que no era otro que el de la terrible reina bruja que había sido arrojada a aquella fosa anónima sin siquiera una lápida que marcase su lugar de descanso, la ubicación del anillo con la piedra maldita de la Hermandad, el anillo que, efectivamente, todavía adornaba el cadavérico dedo de aquella hechicera que no tuvo ningún reparo en revelarnos su secreto.
Wow! Wow! Wow! Que brutal te quedó Ricardo, felicidades.